Ana despertó abrupta, el enojo la desquiciaba. De nada parecía haberla compensado aquel orgasmo que horas antes le enalteció el placer de sentirse viva. Arrebatada tomó el móvil que yacía inerte sobre el buró y miró la hora: siete y dieciséis, agenda matutina puntual de las aves. Recordó que el día anterior un halcón se había estrellado por la tarde contra la ventana del estudio de Miguel quien después de treinta años junto a ella despertaba amable, disfrutando sereno el canto de gorriones y tórtolas que habían revertido desde hace semanas atrás aquella catástrofe urbana en el paraíso perdido que algún día fué, paradigma que a Ana abrumaba sin piedad.
¿Ya terminaste de deleitarte con tus pajaritos?, le reclamó atontada por el encierro acumulado. ¡Parece que ni cogimos ayer!, Miguel respondió grosero pero con cierto grado de gentileza, característica que le imprime un sello especial. Trataba de templar los ánimos mientras se estiraba y discreto se levantó para darse el primer aseo del día y así tratar de invocar el buen humor, algo acaso añorado y que a él lo relajaba e inducía a su atesorado estado de introspección. Miguel busca el silencio, ama la privacía, cosa que a Ana desespera dado su carácter agitado, intolerante, necio y voluntarioso, pero tiene temple al respetarlo. Ana es productiva y galopante, siempre, una maquinita creativa y avezada con el dinero.
¿Quieres un Nespresso?, what else…, le dijo a Miguel ya en la cocina algo relajada y juguetona haciendo alusión a Clooney quien participa en la campaña publicitaria de la marca del café. !Uno de intensidad seis, lo hago por ti lo sabes, porque te amo. Si por mi fuera tomaría uno de marca libre… jeje!, le respondió Miguel sarcástico. ¡Los ricos pagamos el diseño, los ególatras el exceso!, recalcó Miguel dándose cuenta que Ana lo volteó a ver iracunda. ¡Las verdaderas víctimas de ésta pandemia son ellos porque no pueden refrendar sus complejos, están confinados a la soledad que para ellos es mortal!, decía Miguel divagando entre sus pensamientos mientras revolvía lentamente la crema dentro del café.
Desayunaban, café acompañado de dos orejitas y una concha mini. Repasaban sus celulares, Ana neutralizando su ansiedad con frivolidades del Facebook mientras Miguel actualizaba con un desdén lastimoso sus raquíticas cuentas bancarias. La campanilla del WhatsApp rompió el silencio con un mensaje en el móvil de Miguel. Era de Ana, replicaba una de esas frases que resaltan entre tanta basura online: “Éramos humanos pero la religión nos separó, la política nos dividió y el dinero nos clasificó, hasta que un virus nos igualó”. ¡Wow!, pensó Miguel mientras levantaba la ceja izquierda para mirar fijamente a su mujer. ¡Ni vanidad de vanidades, pero mucho nuevo bajo el sol!, le dijo tenuemente a Ana mientras la luz de la media mañana teñía de tonos pardos el ambiente.
Financiero de corazón, Miguel había alcanzado prestigio en las altas esferas administrativas como director del área de crédito al consumo en uno de los bancos transnacionales de mayor presencia, sobándose el lomo día a día para alcanzar éxito económico, destreza y seguridad. Súbito y sin sospecha el día a día se detuvo. Se instalaron airadas la pandemia de la corona y sus espículas mordaces, la del miedo azaroso y la de la doliente hipérbole mediática y con ellas, la confusión, irritable. Una nube negra envolvió al mundo.
¡Mucho se perderá y cambiarán los hábitos de consumo. Con poca liquidez en el bolsillo y ésta herida honda y lacerante, la ley de la oferta y la demanda establecerá un nuevo sistema económico, inocuo, basado en la deflación del ego y la inflación de la humildad. Vaya que si ya era hora!, advirtió Miguel airoso saboreando el pan dulce cuando de nuevo otra campanilla del móvil sorprendió su atención al conectarse en automático en videoconferencia tripartita con los altos ejecutivos bancarios para elaborar con celeridad el modelo de apoyo a tarjeta de crédito. ¡Qué pesadilla, a echarle inventiva o se nos viene el quebranto!, dijo abrumado.
¡Dame un beso Miguel!, le dijo Ana asomando su ternura acariciando los rizos de Miguel. ¡Dos mil cuatrocientos pesos cobra un doctor por consulta, mil ochocientos un medicamento crónico de uso cotidiano (caja con catorce tabletas), trescientos mil pesos un discreto automóvil, siete millones de pesos un departamento raquítico, noventa y seis millones de dólares un óleo de Van Gogh! ¿Cómo lo explicas Miguel?, preguntó Ana entrada en las reflexiones, ¿Como le llamas a esto?, Intensificó Ana el tono. ¡El capitalismo sin estilo ni gracia!, respondió Miguel derrotado, fatigado de dirigir el área de crédito, la danza de la esclavitud, el grotesco encanto del hampa de cuello blanco.
Cayó asoleada la tarde primaveral, una más de la cuarentena trágica, lánguida, el confinamiento obligado. Ana había dormido largas horas desvanecida por el calor estacional. Miguel terminó de esbozar los gráficos corporativos para inducirse introspectivo en lo insondable de su mente venturosa. Caída la noche se despejó a la terraza, miró el cielo estrellado, limpio, y contemplativo liberó su sujeción impropia. Llamó a Ana desde el móvil quien despertó abrupta nuevamente. ¡No regresaré al banco Ana! ¿Que te parece si creamos uno, tu y yo?, dijo Miguel sereno mientras Ana guardaba silencio unos segundos. ¡Tengo al primer cliente y tal vez un segundo!, respondió Ana emocionada. Dejó el móvil encima de la mesa y amorosa corrió ávida a la terraza a encontrarse con Miguel.
Darian Stavans
La Deflación del Ego ︱Descargar Video